Irani Urbina está en Cuenca con su esposo y tres hijos. Son de Puerto La Plata, Venezuela; tiene 25 años, llegó a Ecuador en septiembre de 2024. La situación de su país les obligó a migrar. Han estado antes en Guayaquil. Salieron tras un sueño y un futuro. Buscan un trabajo para pagar un arriendo y tener algo de tranquilidad. Venden bolsas de basura. “Uno sale a buscar con ganas de que nos den trabajo, pero es difícil y toca salir todos los días”.
Carlos Coronado es maestro de construcción. Tiene 33 años, también está acompañado de su esposa y tres hijos. “Estamos a la buena de Dios, ya estamos cuatro días. Se pregunta qué pasará después. “Todos los días son diferentes. Gracias a Dios conseguimos comida para los niños. Allá (Venezuela) es duro. “Al amanecer damos gracias a Dios por un día más de vida y le pedimos su ayuda y bendiciones. Aquí han sido amables. Tratamos de estar contentos y encomendados a Dios”.
Es un día nuevo, hemos regresado a la posada. Llegamos cerca de las 11:00. El almuerzo está casi listo. Es viernes y el menú es diferente. Esta vez se preparó ceviche de camarón, una guarnición generosa de arroz y limonada.
A las 12:00 se abre la puerta. Los comensales ingresan con un ticket que se les entrega previo a su registro. Son momentos de alegría y sosiego. Los sonidos de la vajilla se mezclan con el murmullo de la conversación del día. Afuera del comedor quedan las mochilas y los coches de los bebés. Esa mochila es el único equipaje de viaje que cargan durante días los forasteros.
Entre los comensales está Julio César, de 23 años. Vino de Venezuela hace seis años. “La esperanza nunca la pierdo. Afuera quieren darle cuchillo a uno. Uno no duerme por el miedo y el frío. Se duerme por momentos”. A pesar de todo, logra enviar entre 15 y 20 dólares para ayudar a sus abuelos.
Junto a Julio César se encuentra un joven de gran sonrisa, quien prefiere no dar su nombre, su rostro expresa ingenuidad. No debe tener más de 18 años. Su tez es oscura, su cabello rizado y corto. Mientras sonríe, inconscientemente sus manos juegan con paquetes de fundas de basura que le han sobrado de la venta del día en las calles. Junto a él, en el suelo descansa sentada su esposa, de pocas palabras y mirada triste, mientras tanto, su hija pequeña juega con otras de su edad. Esperan que sean las 12:00 para entrar a la posada y servirse el almuerzo. En Cáritas le han ayudado con ochenta dólares para pagarse un arriendo. Como tantos otros migrantes, este joven y su familia han dormido en la calle: “Eso es feo, el frío no deja dormir, a la inseguridad no le tengo miedo, pero si al frío de la calle. Tenemos esperanza de que algo bueno nos pueda pasar acá, algo grande”.